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Zapata, iconos, machismo, transgresión, y otros aconteceres…

Agarró fiesta. Le entró el

diablo al cuerpo. Lo

conozco. Me ha hecho

esto otras veces. Los

hombres le convidan

trago, él baila, se vuelve

loco y sale de fiesta con

ellos por ahí…

José Donoso


Zapata, iconos, machismo, transgresión, y otros aconteceres…


Pretexto: obra pictórica del artista chiapaneco Fabián Cháirez titulada: “La

Revolución”. México, Palacio de Bellas Artes, diciembre, 2019.


Este texto no es exhaustivo, ni pretende examinar el valor pictórico de “La

Revolución”, obra del artista chiapaneco Fabián Cháirez. Sí, en cambio, propone

recorrer la narrativa del cuadro para dar rienda suelta a la imaginación y tratar de

entender qué es lo que ha causado tanto malestar en algunos sectores de la

población. Se haya quejado quien se haya quejado, se puede percibir como en el

imaginario colectivo mexicano aún existe un culto exacerbado ante determinadas

imágenes emblemáticas de su historia. En este caso, un ídolo que no sólo

representa la lucha insurgente del pueblo durante la Revolución Mexicana, sino

también la imagen de un hombre de porte altanero y mirada altiva. Un rostro de

bigote espeso y carismático, y unos ojos de felino capaces de cazar y domar a la

presa más reacia a ceder a los encantos de un conquistador. Sin duda alguna,

este rostro, el rostro de Emiliano Zapata se presume como modelo a seguir para

perpetuar características que corresponden por antonomasia a un número vasto y

considerable de caballeros mexicanos. Una masculinidad que hace gala de su

fuerza y poder bajo cualquier circunstancia. Un poder que le permite asumirse

como un verdadero chingón para rajarle la madre a quien se atreva a retarlo.

Bajo estas circunstancias, resulta entonces una insubordinación la

propuesta de Fabián Cháirez: presentar a sus lectores visuales a un posible

Zapata montado, desnudo en un potro blanco y haciendo gala de unas piernas

torneadas que evocan las de aquellas mujeres del cine de oro en México. Un

componente femenino que también corresponde a una tradición masculina

empeñada en construir y/o deconstruir cuerpos a su antojo…

El torso del personaje arriba señalado se percibe también musculoso,

atendido con meticulosa perseverancia. Sus hombros levantados sostienen una

efigie que puede percibirse rabiosamente engolosinado en sí mismo; un

semblante atento al roce del potro en su sexo, y a la elocuente presencia


hegemónica de un falo que presume su poder a través de una erección

mayúscula y de unas zapatillas que secundan este acto con sus tacones

punzantes; armas de fuego que aspiran a la aniquilación del enemigo en turno.


Un listón tricolor es la única prenda que presume el jinete. Un moño

deslazado que se mece al viento siguiendo el movimiento volátil del animal

ecuestre, un caballo más cercano al unicornio pero retocado, su cuerno en

diferente posición, pero no su deseo de permanecer inmortal, y dispuesto a

perderse en ensueños rosáceos que uniforma la feminidad de la obra pictórica

citada.

Proponer, insinuar, exhibir, entonces, la masculinidad concluyente de uno

de los iconos más emblemáticos de la historia mexicana disuelto en otros

aconteceres resulta un sacrilegio, una mentada de madre para aquellos que se

niega a reconocer que los ídolos deben desmontarse para humanizarlos e

integrarlos a nuevas realidades. Realidades que requieren dibujarse de otra

manera para que nuestra tan manoseada hija de la chingada pueda recrear otros

aconteceres menos dolorosos y más afines a las demandas de un devenir

histórico que requiere abandonar la unicidad para recrearse y dar cabida a seres

humanos más elásticos y dispuestos a renacer de otra manera. Sólo así --y con

una flor entre los labios-- el gesto adusto podrá conciliarse consigo mismo.


Pilar Chehin

Enero, 2020.




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