Mantener viva nuestras tradiciones y nuestros mitos es parte sustantiva de un pueblo. Renacer a través de nuestro patrimonio y concebir el valor estético desde la perspectiva del presente permite reconstruirnos y proponer nuevas formas de expresión a partir de eventos y de personajes históricos que conforman nuestra identidad, ahora en constante contingencia y redefinición. En este sentido, el Centro de Documentación e Investigación Musical Hidalguenses, A.C., se complace en apoyar y fomentar proyectos de investigación de tal índole.
Alejandro Chehín Salinas
APOLONIO ABUNDIO DE JESÚS MARTÍNEZ MARTÍNEZ
Compositor hidalguense. Nació en Huichapan el 8 de febrero de 1865. Murió el 27 de abril de 1914 en la ciudad de México.
A manera de biografía...
Era imposible adivinar su edad, su origen, su historia. El acontecer más inmediato se diluía en sus ojos negros, en su mirada esquiva. Apolonio Abundio de Jesús Martínez Martínez sólo abandonaba el gesto furtivo en los brazos de su clandestina amante: la soledad. El don musical era el cómplice de sus encuentros. En la intimidad, el hombre se extraía las hojas de Santa María de los oídos y permitía que todos los sonidos del mundo le cuchichearan las notas musicales de sus polcas…valses y pasodobles.
La infancia
Catarina siempre me recriminó los vicios que dizque le inculqué a Abundio. Harta estaba de escuchar todo el día el sonido, del violín y del piano, del clarinete y de la guitarra, del chelo y la mandolina. Con Soledad y Dolores hermanas de Abundio, todo era más fácil. Apenas un gritito y ya se iban obedientes a recoger el nixtamal y a preparar la masa pa’ las tortillas. Pero Abundio, desde niño, siempre fue muy terco. Por más que su madre lo llamaba a la milpa, o a jugar matatena con sus hermanas. ¡Parece quibaobedecer! El chamaco siempre toca y toca… Por eso traté de enseñarle el oficio de carpintería y hacíamos costureritos de madera que luego vendíamos los domingos después de escuchar misa de doce. Pero en las tardes, cuando llegaban los compadres y empezábamos con esto de la música, Abundio, hora sí, ya no se nos apartaba… aprendió solfeo, armonía y contrapunto casi sin que yo me diera cuenta. Y, ¡pa’ que es más que la verda! Acepté que dejara Huichapan y se fuera pa’ la capital. Era el mejor de todos… y aquí en el pueblo el muchacho ya no se hallaba…
El profesor de música
…el profesor Abundio nunca hablaba de si mismo… pero sé que conocía varios instrumentos porque a mi me enseñaba a tocar el piano, y a mi hermana…la flauta y la mandolina. Nunca nos miraba a los ojos… pero mi nana dice que le brillaban como capulines cuando nos escuchaba tocar “Delirio de amor” o “Muchachas y flores” … Algunas veces mi padre lo invitaba a comer, pero él nunca aceptaba… siempre con la disculpa de que tenía que trabajar en otro lugar… Dicen las malas lenguas que por las noches el profesor Abundio tocaba en uno de esos lugares…Usted sabe…No me haga decirlo… una Señorita decente no debe pronunciar esos nombres…
El amigo
Año de 1892. ¿Cómo olvidarlo? Yo, Miguel Ríos Toledano era el director de la Banda de Zapadores cuando conocí al joven Abundio en la ciudad de México. Para aquel entonces el compositor ya había alcanzado cierta experiencia al dirigir la Banda de Polotitlán. Sus manos eran ágiles y firmes cuando lo invité por primera vez a dirigir mi banda: ¡Grata experiencia! Cuando Abundio me mostró la gran cantidad de obras escritas, le sugerí editarlas en la casa H. Nagel Sucesores. Yo apreciaba la disposición y docilidad que mostraba Abundio ante mis comentarios y consejos. Era sensible a su entorno. Aunque algunas veces – sin embargo- se quedaba absorto por periodos muy prolongados… Creo adivinar que, en esos momentos, los demonios de la pobreza le confundían la memoria y le enjutaban el cuerpo.
La muerte
Muchos hombres se resisten a mi encuentro. Dicen amar la vida y eluden mirarme a la cara. A veces, mi faena es divertida. Los encuentro de todos tipos: Irreflexivos y altaneros. Estos me enfrentan como si fuera una prostituta: A merced de sus caprichos. Desconocen que su vida me pertenece desde siempre. Por eso, no me molesta arrastrarlos con mi aliento y convertirlos en polvo peregrino.
Otros hombres son más precavidos. Me presumen ciega y creen esconderse en los lugares más inexpugnables: debajo de la tierra como sórdidos gusanos ajenos a la luz del día u ocultos en sombras que deambulan sin forjar destinos. A ellos los conjuro con mi manto nocturno. Son tan pusilánimes que ni siquiera se enteran cuando el resplandor ya no refleja sus frugales siluetas.
Pero también hay hombres – ciertamente como Abundio- que convierten mi trabajo en una carga pesada. Siempre atentos y dispuestos al incidental encuentro.
Aquella noche de abril debí cumplir con la cita. Entré a la vecindad, recorrí su cuarto desordenado: un piano carcomido por el cansancio de tantas horas, sueños adormilados por la pobreza yacían junto a él, agotados. Su soledad lo cubría sigilosa: la amante fiel de tantos años. Sólo los perturbaba el piar de un polluelo escuálido amarrado a la pata de una silla. Me senté respetuosa… Miré sus ojos de capulín recordé la mirada de los indios: atrapan rayos de sol con su mirada de mineral encantado. Me interrumpió su quejido tuberculoso. Me acerqué a su oído… le prometí un puerto… y una barca de oro.
Pilar Chehín
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